Hay
silencios más asquerosos que otros. Mentiras sin escrúpulo, momentos que
merecen ser borrados, hay cosas que nunca debieron saberse, verse, escucharse o
preguntarse. Mi caso es el de todos los que guardan un secreto que les rompe la
garganta, les hace sangran las verdades solo cuando la conciencia ya no puede
serle indiferente al dolor. Siempre es tarde. Para romper los silencios
cómplices del demonio, siempre es tarde.
Sin importar si se lo preguntan o
no, es mi deseo confesarles el delito más grande que he cometido: mentí, robé y
maté, sin hacerme responsable, y quedando inocente para los ojos de los
espectadores. No fue que la policía no hizo su trabajo, fue que no encontraron
a uno de los culpables. Si, no soy la única responsable de fraguar esta
desdicha, pero si, quizás, la más culpable. Algo tienen las tardes, algo
guardan que las hace acreedoras de los inicios de muchas tragedias, esta, se le
parece. Haber bajado del autobús, en una tarde como cualquiera, atravesado la
ordinaria calle que cruzo todos los días, introducirme en un callejón simple,
rustico y familiar, doblar la esquina, primera casa a la derecha, abrir la
puerta, una puerta como tantas, subir las escaleras, pensar, en nada, nada
podía ser distinto, nada tenía por qué serlo.
-
¡Llegué! ¿cómo estás? – pregunté por cortesía al entrar a la casa de Aleimar.
Aleimar Sirede, era una de esas
mujeres desbordantes de belleza y alegría de las que no sospechas nada, nada
fuera de lo común, la conocí cuando a mi clase de tareas dirigidas llegaron sus
niños por primera vez. De una forma extraña e inexplicable nos convertimos en
amigas, no éramos ni cercanas ni lejanas, solo amigas. Tenía un hijo mayor que
residía fuera del país hace ya unos años, y dos más pequeños que vivían con
ella, un esposo de esos que trabajan mucho y pagan las cuentas de la casa. Su
hogar se colmaba de una calidez propia de la humildad, era sencilla, estaba
decorada con los juguetes de los niños, le daban un toque de color distinto,
sobre los muebles, en el suelo y hasta en el baño sus divertidos juguetes
encontrabas. Los dos pequeños atravesaron corriendo la sala, uno detrás del
otro, solo vistiendo calzoncillos, el clima podía justificar que ellos
anduviesen encuerados. Aleimar, tenía don para la cocina, quedo demostrado cuando
el aroma del almuerzo cosquilleó mi nariz.
-Pasa
pasa, mamita. Es que estoy cocinando. -dijo Aleimar Sirede sin salir de la
cocina.
En la cocina todo parecía estar
bien, bestia un camisón, era costumbre, sus cabellos color granate recogidos en
un moño, normal, la piel del cuello sudorosa por el calor de la cocina, algo
natural, un ligero maquillaje que delataba haber sido víctima del apuro y la
poca dedicación, no era común, pero lo ignoré por el momento. Esbozaba una
sonrisa nerviosa, de esas que están llenas de preguntas, miedos, risas extrañas
e historias. Me ofreció café. Nos sentamos en la mesa un rato a conversar
acerca de las asignaturas de los niños, y que iba tener que hacer un cambio en
los horarios y días que los recibía, porque había aceptado una oferta de empleo
dando clases en una universidad. La noticia la regocijó un poco y me propuso
celebrar mi nuevo empleo junto con su cumpleaños número 38, dentro de dos
semanas. Acepté complacida. Indagué acerca del bienestar de su hijo, quien estudiaba
biología marina en la Universidad Autónoma de Baja California Sur. A pesar de
ser una conversación fluida, algo no marchaba bien, Sirede, parecía estar
nerviosa y atenta a la puerta constantemente, sin contar que hablaba de perfil,
de vez en vez volteaba a ver por la ventana.
No pude evitar estudiar su
comportamiento, leer sus ojos, interpretar sus acciones repletas de ansiedad. Oculto
en su maquillaje encontré una sombra de ojos más oscura que la otra, note que
solo los ojos estaban maquillados, había base y polvo alrededor de sus ojos y
en sus pómulos, una ligera sombra gris y morado sobre los parpados y un poco de
lápiz, pero el resto del rostro carecía de rubor, polvo compacto o base. La
prudencia en un don que adquiere valor cuando se contextualiza adecuadamente,
si no, es inservible.
-Andas
guapa ¿Vas a salir? – pregunte esbozando una sonrisa carente de inocencia.
-No
nada que ver, estoy abollada de tareas aquí en la casa. Tengo que limpiar y Tomas
llegará dentro de unas horas, los niños no se han bañado y andan como Tarzán
con tapa rabo por la casa, más bien que pena, ahora que lo recuerdo. -su
discurso ametrallaba una palabra sobre la otra, fue tan cierto todo lo que dijo
y sumamente poco creíble.
-Aleimar.
Disculpa si mi intromisión no es bien vista, pero estas maquillada, y sin
motivo, bueno, si a eso se le puede llamar maquillaje ¿Qué pasó? – pregunté
tratando de mantener una línea flexible que me hacía ver indiferente y
preocupada por las pintoreteadas que arruinaban su rostro.
Aleimar Sirede, rompió en un llanto
musitado, con apenas unas pocas lágrimas desfilando por su rostro. La verdad se
había destapado con la fuerza en que una olla de presión explota al estar mal
cerrada, su rostro enrojecido me recordó a los niños cuando los dejan en el
jardín de infantes por primera vez, el llanto desesperado acompañado de una
sensación que los hace sentir huérfanos. Logré percibir el dolor de Aleimar
cuando entre lágrimas, me dijo lo peor que pude haber esperado escuchar; Tomas
la había golpeado. No se dignaba a contarme el por qué, pero yo estaba segura
que la culpa no recaía en los hombros de esa mujer. Por el contrario, algún
motivo lleno de injusticias, inmadurez, salvajismo y estupidez tendría aquel
hombre que era tan buen padre y tan mal esposo. Nunca me había visto en una
situación igual, sabía de personas que habían pasado por algo similar, pero yo
no había llegado a sus vidas sino pasados los acontecimientos que los marcaron.
Estaba frente al problema, mi conciencia me decía claramente cuál era el
procedimiento legal más lógico, pero no podía proceder sin el consentimiento de
Sirede.
-
Ay mamita, no quería decirte nada porque siento que después no vas a querer
venir más para acá, vas a pensar mal y a agarrarle miedo. Él… me lastimó, lo
sé, lo sé, me golpeó -apenas si pudo pronunciar las palabras- ¿Mirna, no sé qué
hacer? Le tengo miedo. Ya no se si me ama. Pensé que cambiaría -nunca me había
metido de lleno en la vida de Aleimar, pero me había dado a entender que no era
la primera vez que el la lastimaba- Los niños me vieron llorando en el baño y
me preguntaron el por qué, tuve que decirles que tenía alergia. Y esto, ¿se
nota mucho? -cualquiera lo hubiese ignorado, pero para los ojos curiosos era
evidente. Mi respuesta fue afirmativa- ¡Ay no puedo creer qué esto me esté
pasando! Yo no quería decirte… pero no tengo a nadie a quién contárselo. ¿Qué
hago? ¿Qué voy a hacer? -era un llanto lleno de suplicas, así lo recordaba.
Seguramente alguna vez han escuchado
el susurro de lo que es correcto y lo que no, seguramente era natural pensar
que después de esto, algo, un efecto directo, un punto de quiebre, sería el
detonante para poner fin a este abuso. Pero el ser humano nunca ha tomado decisiones
correctas. Pensé en el sin número de leyes que conocía de memoria y que podían
ser de apoyo, pensé en la ley de protección al menor, por mi cabeza navegó el
aspecto económico y el hecho de que, Aleimar, estudió solo hasta la escuela y
no tenía ningún oficio. ¿A dónde podíamos ir y con quién debíamos hablar? para
alejar a Tomas lo más que se pueda de Sirede durante el tiempo que sea
necesario. Le ofrecí toda la ayuda que pude, le di aliento y fuerza para salir
adelante, corregí su maquillaje y me ofrecí a llevar y buscar a los niños de la
escuela a su casa para evitarle la vergüenza a ella. La vi fuerte y decidida,
con disposición a cambiar todo lo que truncaba su camino. Solo pidió un favor,
que no dijese nada a nadie. Que lo mantuviera como un secreto de aquí a la
tumba, ni por accidente debía comentarlo. Ella revelaría a su tiempo, y por
consideración, acepté aun cuando me era tan difícil, pero lo hice. Los
siguientes días transcurrieron y cumplí con lo prometido. No había dicho nada.
Aleimar le había prohibido a Tomy ir a casa, solo vería a los niños
ocasionalmente. Pasé un par de veces a verla y en todas las oportunidades la
noté nerviosa. Me ocupaba de los niños los ratos que los atendía o recogía del
colegio. El limitado tiempo con el que contaba no me permitía involucrarme más
en la situación. Me encargué de informarla y dejarle todos los números y
contactos a quienes acudir mientras resolvía todo.
En muchas ocasiones me cuestioné si
debía denunciar al sujeto, una rabia interna me amargaba la vida de manera muy
injusta. No había sido yo la herida, pero sentía tan personal la situación que
pasaba noches pensando en la conversación, recreando algo que no había visto y
que era horrible de imaginar, había visto el rostro de muchas otras mujeres en
el cuerpo de Aleimar, incluyendo el mío, un pánico incongruente presionaba mi
estómago con fuerza y parecía sentir una aplanadora pasar por sobre mis
intestinos una y otra vez al pensar que podía encontrarme con alguien así en mi
vida. No dejaba de sentir que era incorrecto que nadie supiese. Sirede, parecía
demorar demasiado en hacer la denuncia, no es lo que se acostumbra. El día de
su cumpleaños desistí de quedarme a celebrar, solo pasé a saludar. Su casa que
en días anteriores expedía un aroma natural, a hogar, calidez, un mundo poco
preocupado, ahora parecía vulgar y obsceno, en cada esquina sentía los
fantasmas del episodio, pero sentí una explosión de miedo cuando vi a Tomy
sentado en la acera de en frente, viendo directamente hacia la casa que daba
balcón abierto a los espectadores. Aleimar, consideraba ¨gracioso¨ ese
comportamiento. Cuando indagué al respecto me dijo que era normal que el
hiciera eso cada vez que ella lo corría de la casa, se sentaba horas del día y
de la noche solo a observar la casa. Sentí que no debía estar ahí, estaba fuera
de lugar aquel comportamiento obsesivo, no pude ni sentarme a conversar, me
excusé para poder retirarme. Pero no sin antes preguntar a Aleimar Sirede qué
había resuelto; no había procedido a hacer nada. ¨Temía por él, y que le
sucediera algo malo. Que prefería solo olvidar lo que sucedió y que aún lo
amaba, que necesitaba dinero para alimentar a los niños y se habían terminado
las reservas de comida¨ me dijo. Entonces, me marché.
No era que me sintiese indignada, no
tenía ningún derecho. Pero una tristeza me acongojaba el alma y mi corazón
gritaba fuertemente con cada palpitar. Recostada en mi cama, no dejaba de
pensar una vez más en el tema que no me había abandonado en todo este tiempo.
No logré ponerme al día con las planillas de planificación que debía llenar
para la clase de mañana. No tenía un solo pensamiento que ocupara una idea
distinta. Por más que hipotéticamente traté de calzarme sus zapatos, me
quedaban muy grandes. La última vez que llevé a los pequeños a su casa el padre
me abrió la puerta, sin ninguna camisa que cubriese la parte superior de su
cuerpo, exhibía su prominente vientre, sin ninguna pena, sin ningún decoro. En
un instante, Sirede, se asomó a la puerta cubierta solo por la sabana y con los
cabellos hechos un nido, el maquillaje había desaparecido, pero el arco de su
ojo izquierdo seguía colorado, morado para ser exactos si a algún color quieren
culpar. Dejé a los niños luego de sonreír amablemente y manifesté que no los
seguiría buscando, que un viaje al pueblo Geloro Pane, me tendría muy ocupada.
Pero que gustosa recibiría a los niños en sus clases habituales.
Esa semana los niños faltaron a sus
clases, llamé a Sirede para saber si todo marchaba bien, y me respondió alegre
y vivaz. No le pregunté nada acerca de lo que había pasado o si aún sucedía algo,
quise ser respetuosa de sus decisiones. Las siguientes dos semanas tampoco vi a
los niños. Pero si recibí un mensaje al Facebook de parte de Dorian, el hijo
mayor de Aleimar.
¨De
verdad te doy las gracias Mirna, con esto de que no estoy mamá se siente sola,
que estés tú la alegra mucho. Deberías motivarla a hacer cosas nuevas¨. – eso
me rompió el alma. Solo pude sonreír y apartarme de la pantalla.
Si no me hubiese dolido tanto. Ese
día decidí no regresar. Le mentí a Dorian sobre el bienestar de su madre, me
mentía al pensar que aquel día era un día normal. Robé la verdad y la sepulté,
tuve que decir que no sabía nada al respecto, le robé su madre a unos niños.
Maté la poca cordura que me quedaba, sacrifiqué la vida de un ser humano por
guardar un secreto que no merecía ser guardado. El mes transcurrió con
velocidad, cuatro semanas atrás me había bajado del autobús solo para
preguntar: ¿cómo estás? Ahora, no podía decir nada ante los familiares, no me
salían las palabras, ese mañana ni siquiera había tenido tiempo de planchar el
blusón negro, el dinero no me había alcanzado para la corona de flores. Aquí
estoy, tratando de limpiar mi conciencia, tratando de sentirme menos culpable al
consolarme con el silencio de sus niños que aún no entienden qué ha sucedido.
El calor está sofocante y todos los presentes en el funeral parecemos cuervos,
zamuro alrededor de carroña. Tu cuerpo yace en el ataúd que baja lentamente
hasta tocar fondo. Hace tres días los vecinos reportaron una serie de grito que
provenían de tu casa, unas horas más tarde la policía encontró tu cuerpo
tendido en el suelo, mi querida Aleimar, pintada de moretones que ennegrecían
tu piel y un charco brillante de tempera roja acunaba tu cabeza. Los niños
yacían en la escuela y Tomas, había cometido el error de dejar caer su
identificación cerca del cuerpo antes de marcharse. Realmente no tengo consuelo
alguno, se quién fue, se cómo fue, sabía que podía volver a suceder, sabias que
había sucedido. No servía de nada contar lo sucedido ahora.
Es horrible saber que hay silencios
más asquerosos que otros. Mentiras sin escrúpulo, momentos que merecen ser
borrados, hay cosas que nunca debieron saberse, verse, escucharse o
preguntarse. Mi caso es el de todos los que guardan un secreto que les rompe la
garganta, les hace sangran las verdades solo cuando la conciencia ya no puede
serle indiferente al dolor. Siempre es tarde. Para romper los silencios cómplices
del demonio, siempre es tarde.